Democracia política y dictadura económica
Miquel Caminal es profesor de Ciencia Política de la Universidad de Barcelona.
EL PAIS, 24 de enero de 2007 (Edición Catalunya)
El título de este artículo es un contrasentido, pero refleja la vida misma en la micropolítica y en la macropolítica en lo que se dice que son democracias. El problema surgió cuando alguien proclamó: “La economía decide los fines y la política pone los medios”. El mundo moderno ha vivido bajo este principio. La libertad económica es fundamental, la libertad política es instrumental. Así, los grandes ejecutivos de la economía han devenido políticos y los políticos
han transmutado en gestores. Cuando se viaja a Estados Unidos y se comparan las sedes de las multinacionales con los edificios de las instituciones políticas ya se intuye algo raro. Tampoco hay que ir tan lejos. Cada día me fijo más en la sede de La Caixa y menos en el Palau de la Generalitat.
La economía y la política son interdependientes. Cuando el poder político y la propiedad no siguen el mismo camino, uno u otra tienen que cambiar hasta que vuelven a entenderse. Normalmente gana la propiedad. Así está escrito en el manual del buen gobierno económico. Pero no debe parecerlo y para eso está el teatro de la política. Ésta sirve a la economía para enredo de la ciudadanía.Yla democracia política es un engaño sublime a favor de la dictadura
económica. Jamás un valor democrático tan indiscutible como el principio de una persona adulta, un voto, ha sido tan tergiversado. El control de los grandes medios de comunicación consigue la maravilla de que las mayorías voten según el orden establecido, que significa votar por mayoría
los intereses de las minorías.
Los poderes públicos democráticos están para resolver contrasentidos, para gestionar el interés general aunque se mantengan los privilegios privados, para defender un orden económico moral aunque la corrupción esté desatada, para promover la buena gobernanza cuando son pocos, muy pocos, los agentes privados con real capacidad de influencia política. Deben hacer el salto mortal conciliando la acumulación capitalista con la legitimación democrática y no morir en el intento.
Offe, O’Connor y otros lo han explicado con precisión. Son necesarias políticas sociales de integración e inclusión para contrarrestar la lógica del sistema económico, basada en la dominación y la explotación. Ya quisieran los ultraliberales que nos olvidáramos de las clases sociales, pero éstas existen, y las profundas y crecientes desigualdades explotan por un motivo
u otro en París, en Alcorcón, o en cualquier otro lugar de nuestras tan estimadas democracias liberales sin corazón. En una economía libre el trabajo es el motor de la riqueza, pero en el capitalismo el trabajo es, ante todo, esclavo del beneficio.
Galbraith (1908-2006), en su breve libro-testamento The Economics of Innocent Fraud. Truth for Our Time (2004, traducido por Crítica) confirmó lo que ya había anticipado en The New Industrial State (1967), hace 40 años: “El papel dominante de la corporación y la dirección
empresarial en la economía moderna”. La mutación del último capitalismo ha implicado el traspaso de poderes de los poseedores de capital, o inversionistas, a los grandes ejecutivos. Dentro de un mercado asimétrico, profundamente desigual, que la globalización ha acentuado
hasta extremos totalmente insostenibles, la ley de la selva impera en el desorden económico mundial. No se puede esperar de un alto ejecutivo, a espaldas no ya de los intereses de los trabajadores, sino también de los accionistas, que defienda otro interés que no sea el suyo propio, exclusivo y excluyente. Ésta es la cultura del capitalismo, desde sus orígenes hasta la
gran corporación: el beneficio como único norte. Galbraith, que era un liberal keynesiano, lo veía de este modo: “Las corporaciones han decidido que el éxito social consiste en tener más automóviles, más televisores, más vestidos y un mayor volumen de todos los demás bienes de
consumo, así como más y más armamento letal. He aquí la medida del progreso humano. Los efectos negativos —contaminación, la destrucción del paisaje, la desprotección de la salud pública, la amenaza de acciones militares y la muerte— no cuentan”. ¿Quién pone la
solución a este despropósito? ¿Los políticos? Pero, si sólo son gestores y muchos ambicionan ser ejecutivos. Como Gerhard Schroeder, antes canciller alemán y hoy ejecutivo al servicio de Gazprom. Por no hablar de Bush o Blair, que ya gestionan directamente los intereses mediante
la guerra y la destrucción masiva.
Además, la economía puede entrar en la macropolítica, pero la política democrática tiene prohibido entrar en la microeconomía. Democracia y empresa son dos palabras que no se quieren; no digamos la comparación entre empresa e igualdad de género. Esto ya es un insulto de mal gusto. La democracia en la empresa está todavía en el reino de las remotas buenas intenciones por parte de algunos que tienen poco interés en plantearla. Por ejemplo, el
Código Conthe que ninguna empresa cumple, un código de intenciones con 57 recomendaciones (véase EL PAÍS del 21 de enero, página 72), que es como el espíritu del 12 de febrero de Arias Navarro, que quería salir de la dictadura sin querer salir de la misma. Complicado. Al final vamos a descubrir lo que ya sabemos. La desigualdad es consustancial al capitalismo de la gran corporación. Y la única vía para combatirla es la democracia económica. Política y economía
van juntas, no hay una sin la otra. Pero la política debe fijar los fines y la economía poner los medios. La democracia política exige la democracia económica. De lo contrario, vamos hacia el debilitamiento de nuestras democracias liberales, sin excluir la vuelta a regímenes autoritarios y a la barbarie. El reto no es pequeño: hay que combatir la dictadura económica a escala global y local. ¿Cómo? También está escrita la respuesta hace tiempo: otro mundo es posible si los ciudadanos luchamos por ello.
EL PAIS, 24 de enero de 2007 (Edición Catalunya)
El título de este artículo es un contrasentido, pero refleja la vida misma en la micropolítica y en la macropolítica en lo que se dice que son democracias. El problema surgió cuando alguien proclamó: “La economía decide los fines y la política pone los medios”. El mundo moderno ha vivido bajo este principio. La libertad económica es fundamental, la libertad política es instrumental. Así, los grandes ejecutivos de la economía han devenido políticos y los políticos
han transmutado en gestores. Cuando se viaja a Estados Unidos y se comparan las sedes de las multinacionales con los edificios de las instituciones políticas ya se intuye algo raro. Tampoco hay que ir tan lejos. Cada día me fijo más en la sede de La Caixa y menos en el Palau de la Generalitat.
La economía y la política son interdependientes. Cuando el poder político y la propiedad no siguen el mismo camino, uno u otra tienen que cambiar hasta que vuelven a entenderse. Normalmente gana la propiedad. Así está escrito en el manual del buen gobierno económico. Pero no debe parecerlo y para eso está el teatro de la política. Ésta sirve a la economía para enredo de la ciudadanía.Yla democracia política es un engaño sublime a favor de la dictadura
económica. Jamás un valor democrático tan indiscutible como el principio de una persona adulta, un voto, ha sido tan tergiversado. El control de los grandes medios de comunicación consigue la maravilla de que las mayorías voten según el orden establecido, que significa votar por mayoría
los intereses de las minorías.
Los poderes públicos democráticos están para resolver contrasentidos, para gestionar el interés general aunque se mantengan los privilegios privados, para defender un orden económico moral aunque la corrupción esté desatada, para promover la buena gobernanza cuando son pocos, muy pocos, los agentes privados con real capacidad de influencia política. Deben hacer el salto mortal conciliando la acumulación capitalista con la legitimación democrática y no morir en el intento.
Offe, O’Connor y otros lo han explicado con precisión. Son necesarias políticas sociales de integración e inclusión para contrarrestar la lógica del sistema económico, basada en la dominación y la explotación. Ya quisieran los ultraliberales que nos olvidáramos de las clases sociales, pero éstas existen, y las profundas y crecientes desigualdades explotan por un motivo
u otro en París, en Alcorcón, o en cualquier otro lugar de nuestras tan estimadas democracias liberales sin corazón. En una economía libre el trabajo es el motor de la riqueza, pero en el capitalismo el trabajo es, ante todo, esclavo del beneficio.
Galbraith (1908-2006), en su breve libro-testamento The Economics of Innocent Fraud. Truth for Our Time (2004, traducido por Crítica) confirmó lo que ya había anticipado en The New Industrial State (1967), hace 40 años: “El papel dominante de la corporación y la dirección
empresarial en la economía moderna”. La mutación del último capitalismo ha implicado el traspaso de poderes de los poseedores de capital, o inversionistas, a los grandes ejecutivos. Dentro de un mercado asimétrico, profundamente desigual, que la globalización ha acentuado
hasta extremos totalmente insostenibles, la ley de la selva impera en el desorden económico mundial. No se puede esperar de un alto ejecutivo, a espaldas no ya de los intereses de los trabajadores, sino también de los accionistas, que defienda otro interés que no sea el suyo propio, exclusivo y excluyente. Ésta es la cultura del capitalismo, desde sus orígenes hasta la
gran corporación: el beneficio como único norte. Galbraith, que era un liberal keynesiano, lo veía de este modo: “Las corporaciones han decidido que el éxito social consiste en tener más automóviles, más televisores, más vestidos y un mayor volumen de todos los demás bienes de
consumo, así como más y más armamento letal. He aquí la medida del progreso humano. Los efectos negativos —contaminación, la destrucción del paisaje, la desprotección de la salud pública, la amenaza de acciones militares y la muerte— no cuentan”. ¿Quién pone la
solución a este despropósito? ¿Los políticos? Pero, si sólo son gestores y muchos ambicionan ser ejecutivos. Como Gerhard Schroeder, antes canciller alemán y hoy ejecutivo al servicio de Gazprom. Por no hablar de Bush o Blair, que ya gestionan directamente los intereses mediante
la guerra y la destrucción masiva.
Además, la economía puede entrar en la macropolítica, pero la política democrática tiene prohibido entrar en la microeconomía. Democracia y empresa son dos palabras que no se quieren; no digamos la comparación entre empresa e igualdad de género. Esto ya es un insulto de mal gusto. La democracia en la empresa está todavía en el reino de las remotas buenas intenciones por parte de algunos que tienen poco interés en plantearla. Por ejemplo, el
Código Conthe que ninguna empresa cumple, un código de intenciones con 57 recomendaciones (véase EL PAÍS del 21 de enero, página 72), que es como el espíritu del 12 de febrero de Arias Navarro, que quería salir de la dictadura sin querer salir de la misma. Complicado. Al final vamos a descubrir lo que ya sabemos. La desigualdad es consustancial al capitalismo de la gran corporación. Y la única vía para combatirla es la democracia económica. Política y economía
van juntas, no hay una sin la otra. Pero la política debe fijar los fines y la economía poner los medios. La democracia política exige la democracia económica. De lo contrario, vamos hacia el debilitamiento de nuestras democracias liberales, sin excluir la vuelta a regímenes autoritarios y a la barbarie. El reto no es pequeño: hay que combatir la dictadura económica a escala global y local. ¿Cómo? También está escrita la respuesta hace tiempo: otro mundo es posible si los ciudadanos luchamos por ello.
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